¡Fallé como fotógrafo!
11:07 pm, ahí estábamos, de nuevo en medio de la nada. La neblina de la sabana acariciaba el panorámico, y las líneas de la carretera se dibujaban lentamente frente a nuestros ojos, en el baúl nuestras maletas con todos los equipos y en el pecho un solo sentimiento; curiosidad, la misma que sentí a los 4 años en mi primer campamento, esa curiosidad que desde niño me llevó a la montaña y que esa noche nos llevaba a Alejandra y a mi hacia una nueva aventura.

El siguiente día con un agua de panela caliente y una arepa de maíz pelao’ empezamos el acenso del que según muchos, es el páramo más lindo del mundo, Ocetá. Allí conocimos a Miguel un joven guía de Monguí quien sería la persona que lideraría el recorrido, y quien antes de adentrarnos en la montaña nos hablaría un poco sobre ella.
Emprendimos el acenso junto con una joven pareja; Andrea una mujer delgada y de pocas palabras pero con una sonrisa enorme que según Daniel, su novio, era la sonrisa que llevaba siempre que salía a caminar en la montaña. Los primeros metros de acenso fueron algo exigentes no solo por el terreno, sino también por la densidad del aire, densidad que se volvió pequeña cuando vimos la inmensidad del santuario en el que nos estábamos adentrando.
Mientras avanzábamos Miguel compartía con nosotros el conocimiento ancestral que su abuelo había heredado por generaciones y la energía que la montaña nos brindaba, en ese momento paso tras paso los frailejones se convirtieron en guías respondiendo nuestras preguntas, y las rocas se transformaron en aquel mapa que nos mostraría el camino. Tras varias horas de caminata empezábamos a divisar la cima, una gran peña suspendida en el aire con cientos de frailejones que adornaban su superficie.

Pero antes de llegar a ella teníamos que atravesar un valle rocoso donde le entregaríamos a los abuelos de la montaña nuestra ofrenda, una pequeña roca cargada con nuestra energía de todo el camino, la cual era símbolo del esfuerzo que habíamos hecho para llegar hasta allí, fue entonces cuando las unimos a las demás ofrendas que los caminantes le llevan a la montaña cuando la visitan y continuamos nuestro camino.
Al llegar a la cima estábamos a 3.854 m.s.n.m y en medio de la fatiga descubrimos un pequeño risco desde donde se observaba gran parte del páramo, y cuando me paré en él sentí como el aire inundaba mis pulmones, cerré los ojos y me sentí libre, libre del estrés que por aquellos días rodeaba al mundo, libre de problemas y preguntas, libre como aquel niño que salía a jugar en el campo y llegaba sucio a la casa de sus primos, esa sensación hacia que todo valiera la pena, era un lugar único de esos que nunca se borran de la mente y que si o sí quería que estuviera en una de mis postales, así que decidimos que sería el lugar perfecto para almorzar y tomarnos un descanso.

Después de un rico sándwich con mayonesa casera y salsa de ajo pensé que era el momento para capturar aquella postal, y mientras alistaba la cámara la neblina cubrió toda la montaña, con la misma delicadeza con la que un pañuelo acaricia la piel, la naturaleza había bajado su telón y no había tiempo para otro show, fue en ese momento en el que supe que había fallado, fallado como fotógrafo por no capturar ese imponente paisaje que apreciaban mis ojos, aunque en el fondo me sentía tranquilo porque no le había fallado a mi niño interior.

Fue entonces cuando entendí que seguiría fallando como fotógrafo cada vez que saliera a la montaña, cada vez que me fuera de viaje y cada vez que me sintiera libre, y que esa fotografía deseada en cada aventura no iba a quedar guardada en la memoria de una cámara, pero sí en mi baúl de recuerdos, y ahí estaría para cada vez que quisiera recordar ese lugar, solo debía cerrar mis ojos y transportarme a ese momento.

Empezamos nuestro descenso y decidí guardar la cámara en mi mochila, entendiendo que hay momentos para ser fotografiados y otros para ser vividos.
Mientras caminábamos sentí que algo cayó en mi chaqueta, y al mirar al cielo vi como pequeñas bolas de nieve caían sobre nosotros, estaba granizando, fue una de las sensaciones más lindas que he vivido en la montaña, el piso empezó a cubrirse de blanco, como si un niño estuviera jugando con icopor en las nubes y mientras dejábamos los frailejones atrás, nos sumergimos en lo que Andrea describía como un bosque de hadas, un camino lleno de flores y pequeños arbustos que se refrescaban con la lluvia, donde perdimos la noción del tiempo hasta encontrarnos con una cascada, un hilo de agua cristalina que bajaba de la alta montaña, y así como aquella corriente de agua todo nuestro recorrido de vuelta fluyó en medio de las montañas.
Fotografía y relato: Sebastián Hernández